Azul y ceniza
Pere Joan
Inrevés Edicions. Palma, 2004.
Sorprende la buena relación
entre los miembros de la mafia comiquera balear. Más allá
de las diferencias de edad, estilo o intenciones, existe un principio
de apoyo mutuo. Los mayores ofrecen consejo y llaman a los más
jóvenes cuando surge un trabajo. Aunque predomina una proximidad
estilística y una visión de vanguardia, autores que habitan
territorios a priori más convencionales se integran con facilidad.
Nuevos creadores, surgidos al amparo de iniciativas privadas como Dolmen,
Recerca o este mismo periódico, son recibidos con idéntico
entusiasmo. Probablemente el corazón de esta familia bien avenida
sea Max. Pero, si alguien pone el cerebro, ese es sin
duda Pere Joan.
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Ángeles caídos
Pere Joan es un tipo brillante,
una mente lúcida. Capaz de trasegar incontables cacharros y mantener
sin titubeos la conversación, dirigiendo a su grupo de interlocutores
exactamente por dónde él desea llevarlos. Carece de pedantería
y está constantemente entregado al juego del lenguaje y el concepto.
Su conversación es creativa y chispeante y es una de esas valiosas
y escasas personas que parecen iluminar la vida de quienes le rodean.
Es casi superfluo recordar aquí sus sucesivas aventuras, como dibujante
primero, editor después y agitador siempre. Sus preferencias no
son banales ni van a la moda. Lector honesto y autor reconocido, el éxito
de crítica no ha venido acompañado de un gran reconocimiento
público. Pero supongo que esto tampoco se cuenta entre sus prioridades.
Hace unos meses, Pere presentaba su última obra,
un álbum de formato no grande sino enorme, en cuya portada aparece
uno de sus personajes característicos, una suerte de pitufo crecido.
En ese momento guardé un respetuoso silencio. La obra no me interesaba
y me parecía que criticarla no tenía mayor sentido, dada
la trayectoria de su autor. A estas alturas todos sabemos a qué
atenernos ante un nuevo trabajo suyo. Nadie puede acusarlo de incoherencia
en sus planteamientos comiqueros. Pero también me parecía
incorrecto pasar de puntillas sobre uno de los trabajos más ambiciosos,
entre todos los producidos en las islas este año. De ahí
que finalmente me haya decidido a abordarlo.
Azul y ceniza ofrece varias sorpresas al lector. La primera,
el tamaño. Un formato maxi del que Pere es muy consciente. Las
viñetas se multiplican, se disponen en largas tiras o se expanden
por la página. Tal y como están repartidas, difícilmente
podrían adaptarse a otro tamaño, señal de que está
bien pensado. Otra cuestión es que, no sé si por falta de
costumbre, en algunos momentos esa dispersión parece desafortunada.
Pienso sobre todo en las tiras en las que la multiplicidad de viñetas
acaba resultando un tanto fatigosa, y dificulta el retorno de línea.
Empleando un símil tipográfico, es como si el cuerpo fuera
demasiado pequeño para el ancho de línea elegido, al menos
en ocasiones.
Mayores dificultades plantea el conjunto temático. El libro tiene
una estructura de collage. Estructura que entusiasma a algunos, pero que
provoca ciertos cambios de ritmo más que discutibles. Se diferencia
de forma más o menos evidente la historia principal, protagonizada
por el hombre azul. Es una suerte de escritor o periodista, que se dedica
a entrevistar a diferentes personajes para un libro que está componiendo,
aunque no queda del todo claro cual es el asunto de dicho manuscrito.
A esa trama principal, se añaden unas cuantas subtramas más,
sin mayor relación con la primera, a menos que se entiendan como
adendas filosóficas, disquisiciones sobre temas varios, cuya articulación
en el conjunto resulta problemática. Pasan de lo narrativo, como
sus chistes de columnas, el relato de Nicolás Branda o el cuento
de los egos, a digresiones con un carácter más plástico,
como sus juegos con las salchichas pictográficas o sus ilustraciones
a toda página.
El autor no parece muy preocupado por la unidad de lo que cuenta, salvo
en sus argumentos plásticos, que se atienen a lo acostumbrado.
Una línea algo más expresiva y gruesa que en anteriores
obras, un color limpio y con tendencia a la saturación, excepto
en el cuento de Nicolás, más las habituales emergencias
viscosas, de sustancias indefinidas y amorfas, con las que Pere gusta
de rematar sus dibujos. Diría que el grafismo cumple en general,
menos en algunas de las conversaciones, que se quedan un poco cortas de
expresividad. Pueden comprobarlo revisando la entrevista al vecino de
la Plath. El repertorio gestual de sus figuras es insuficiente y esto,
en un tebeo tan dialogado, pesa bastante.
Pero, desde mi punto de vista, los puntos verdaderamente flacos están
en el terreno argumental. Empiezo por los escollos, los bloques narrativos
que interrumpen el fluir de la historia principal. Ese es su principal
problema: los sentimos como interrupciones, obstáculos que nos
distraen del tema central. Admitamos que esto obedece a la voluntad del
autor y que, al igual que el relato del periodista está hecho a
base de fragmentos, todo el álbum conspira para alejarnos de una
narración convencional. Llueve sobre mojado.
Bien, el primer episodio lo protagonizan los desvaríos salchicheros
del prota, a su llegada al aeropuerto de Palma. Primera dificultad: si
seguimos el posible argumento o línea de pensamiento que se da
entre ellos, apenas prestamos atención al deambular por amplias
viñetas que, suponemos, deben ser contempladas. Mejor resuelta
parece su segunda aparición, a toda página y borrando los
fondos. Ahí sí podemos recrearnos en ellos y buscar sus
posibles relaciones. Aunque la metamorfosis de la polla con alas, en terrorista
y rascacielos en llamas, excede mis cortas entendederas.
El siguiente corte, el de las columnas, es algo más divertido.
Tal parece una idea para una tira de una revista de filosofía que
se ha colado ahí en medio. Luego encontramos lo de Nicolás
Branda, un arrebato romántico con un final en el que me sobran
los textos. Finalmente, lo de los egos en la selva, una especie de Diez
negritos místico, en el que cuesta adivinar quién es
quién. Sin duda, lo peor del álbum, por el espacio que le
dedica y lo embarullado del desarrollo. Algunas postales con nuevos pictogramas
y poco más.
Esto nos deja con el relato principal, compuesto por un deslavazado conjunto
de entrevistas y sucesos. Si algo predomina es la autodestrucción.
El álbum se inicia con un atentado terrorista; sigue con sectas
suicidas; críos que se autolaceran; cubanos que se infectan el
sida; la historia de la escritora suicida Silvia Plath,
cuyo marido se casó luego con otra suicida; el enano que se somete
a dolorosas operaciones para aumentar de tamaño; una niña
anoréxica; Marianne Faithfull, estrella pop rodeada
de suicidas y adicciones varias; una variación del tema de Hildegart,
la niña asesinada por su madre; una alusión a Mishima,
escritor japonés que se hizo el harakiri, seguido por la entrevista
a un kamikaze que no consiguió morir; vuelta al terrorista del
principio y traca final con tres suicidas que erraron su objetivo y sólo
consiguieron desfigurarse o quedar inútiles para siempre.
Tras este recorrido el protagonista parece sepultado en una marea de azul,
que podríamos interpretar, supongo, como el caos que lo envuelve.
Caos que parece aclararse al final, en dos reflejos consecutivos en el
espejo. El primero lo represente como un San Sebastián, atravesado
por el dolor. Y el segundo nos lo muestra tal cual, mirando a la vida
de frente. O algo así.
Hay varios aspectos que invitan a abandonar el volumen a mitad de lectura.
Señalaría dos pecados evidentes. Primero, la acumulación.
En una comedia, esperamos que cada gag se encadene con el siguiente, aun
mejor que el anterior, hasta llegar a la descacharrante conclusión.
En cualquier desarrollo narrativo uno de los grandes y eternos problemas
es la sucesión lógica de secuencias. Que cada una se relacione
necesariamente con la anterior y empuje la acción hacia la siguiente.
Aquí la acumulación de desastres sólo nos lleva a
nuevos desastres, ni mejores ni peores que los anteriores. Si los sucesos
narrados no han sido elegidos al azar ¿cual es su hilo argumental?
Incluso aceptando el carácter poético o impresionista de
esta obra, en todo el álbum no se hace otra cosa que darnos más
de lo mismo, hasta la extenuación.
Y, segundo, mi insatisfacción como lector se dispara cuando compruebo
que, además de insistir machaconamente sobre los mismos argumentos,
no se ofrece la otra parte de la ecuación. Las fuerzas y las razones
anti-vida son poderosas, de acuerdo. Pero, ¿y su opuesto? Ni asoma.
Más bien al contrario, todo el álbum rezuma una morbosa
atracción por el abismo. No espero una reedición de
¡Qué bello es vivir!, pero sí, al menos, algún
tipo de compensación que dimensione su apocalíptica visión
existencial. Visión, por otro lado, muy característica del
siglo pasado. Pero pensaba que a estas alturas de la película ya
habíamos aprendido algunas lecciones.
Pere Joan ha construido una barroca metáfora sobre
algunas de las enfermedades que nos asolan. Pero él no permanece
ajeno a la peste. No tiene respuestas, pero tampoco parece que intente
convencernos de nada. ¿Para qué, entonces, tanta cháchara?
Hay muchas razones para suponer que esto es un valle de lágrimas
y él no se queda corto en sus argumentos. Describe síntomas,
pero no establece un diagnóstico. Y considero eso imperdonable,
ya que está haciendo ficción, no un ensayo periodístico.
Y lo que su ficción nos indica es que él forma parte del
mal, siquiera inconscientemente.
Lo deduzco a partir del relato de Nicolás Branda, aparentemente
el más desconectado del hilo principal, entre todos los fragmentos
que componen la obra. Es una arrebatada historia de amor a la que sólo
puede colocársele un adjetivo: romántica. Un romanticismo
extremo, exagerado, con tipos que se arrancan el corazón para entregárselo
a su amada, una historia de poetas y bohemios casi decimonónica
en la candidez de los arrebatados sentimientos que expresa. Creo que hay
mucho del autor ahí, como también en su historia de columnas
que quieren dejar de ser piedras, pasearse, doblarse y ser blandas y movedizas,
pero sólo consiguen resquebrajarse. El tebeo se sitúa en
esa encrucijada, entre la filosofía, pétrea, eterna y segura
pero fría, y el romanticismo, excesivo, atormentado e insano. O
somos entes racionales, insensibles a nuestra naturaleza humana, o sufridores
desesperados, con una vida que no cabe en nuestra pobre envoltura carnal.
Mucho se ha escrito ya sobre la tortuosa y apasionada relación
entre romanticismo y racionalismo y no seré yo el que añada
algo inteligente a lo ya dicho. Pero sí me atrevo con una conclusión,
ratificada de nuevo con este Azul y ceniza: matamos a Dios y
soñamos con ser ángeles, pero el infierno se abrió
bajo nuestros pies.
Florentino Flórez
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