Las crónicas de Conan
Thomas, Buscema, Smith y otros Planeta DeAgostini. Barcelona, 2009 © 2003 El Wendigo. Todos los derechos reservados
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¡Por Crom Las continuas reediciones de las aventuras de Conan nos indican que el personaje goza de muy buena salud. Desde que fuera lanzado en los setenta, su presencia en las librerías ha sido constante, convirtiéndose en un icono familiar y carismático. Esta creación pulp del texano Robert E. Howard se trasladó a las viñetas gracias a la obsesión de Roy Thomas, a la sazón guionista en Marvel y enamorado de los héroes que poblaban las ondas y reinaban en las novelas populares de los años treinta; siniestros como La Sombra, luminosos como Doc Savage o salvajes como el épico guerrero cimmerio. No lo tuvo fácil. A Martin Goodman, encargado por entonces de las finanzas en Marvel, le parecía demasiado cara la tarifa que los herederos de Howard exigían por los derechos de adaptación. Superado este primer obstáculo, Thomas se vio obligado a trabajar con un dibujante primerizo. Como por entonces Barry W. Smith cobraba el sueldo base de la editorial, así se compensaba ese primer gasto. Pero el inglés supo afrontar el reto y número a número su dibujo mejoró hasta realizar una verdadera obra maestra, que supuso también su despedida de la serie: Clavos rojos. Fue entonces cuando Thomas pudo por fin llamar al artista con quien había soñado colaborar desde un principio. De hecho, le había enviado con anterioridad las novelas de Conan y aquel las había devorado, enamorándose del personaje. Su elevado caché le había impedido hacerse cargo del héroe, pero ahora, con la serie convertida en un éxito de público, por fin había llegado su oportunidad. Y supo aprovecharla. Hablo del gran John Buscema, el macho alfa de los dibujantes americanos, en palabras de Kevin Nowlan. Buscema, un creador de sólidas raíces realistas, estaba harto de dibujar tipos en esquijama. Y había pasado por casi todos: Thor, Spiderman, los Vengadores, los Cuatro Fantásticos... Anhelaba una serie en la que pudiera centrarse en sus pasiones: hombres y animales. Y también algunas bellas mujeres y no pocos monstruos. Y dejar de lado todo aquello que odiaba representar: edificios, coches, fusiles y máquinas en general. Lo suyo era la materia animada y en Conan la había para dar y regalar. Con él y unos cuantos entintadores filipinos a los que Big John siempre odió sin remilgos, la serie despegó hasta dividirse en varios caminos que se desparramaron por publicaciones de variada fortuna. Por un lado estaba el comic-book normal a color, Conan el bárbaro, al que pronto siguió una revista en blanco y negro, La espada salvaje de Conan, e incluso otros intentos como Conan Rey o las series dedicadas al rey Kull. Personalmente, me enganché definitivamente al personaje con algunas de aquellas historias más largas de la Espada Salvaje, que aquí aparecieron en Relatos salvajes, sin duda una de las publicaciones más estimulantes de los setenta. Conan tenía (y aún conserva)
muchos elementos que aseguraban su atractivo, no pocos derivados directamente
de las ideas de Howard. Pero considero que no pueden menospreciarse
las aportaciones de Thomas, que se inventó pasajes enteros para
construir una cronología sólida del bárbaro, intentando
mantenerse fiel al espíritu del original. Sin duda consiguió
crear una figura arquetípica que permanecerá. Florentino Flórez
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