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El reAlismo de Monsieur Remi El pasado martes 22 de mayo Georges Remi habría cumplido 100 años. Si digo que era conocido como Hergé y que su más famosa creación fue Tintin, sin duda sabrán a quién me refiero. Autor y personaje permanecen unidos en una brumosa zona en la que el reconocimiento popular del héroe se ve empañado por reproches hacia ciertas posiciones de su creador. Aunque todas estas efemérides presentan un indudable aspecto comercial, siempre resulta agradable volver al maravilloso universo imaginado por el belga más universal. Releer a Tintín supone recuperar una infancia en la que el único lugar donde se podía acceder a sus aventuras era la biblioteca pública. Frente a otros tebeos de quiosco, Tintín señaló su propia zona: una cuidada encuadernación, con sus guardas decoradas con cuadros de los personajes y su lomo entelado, un color de mejor calidad que la media, unas tramas bien estructuradas... Eran muchos los elementos que nos indicaban que aquello se situaba a un nivel superior. Aunque, como Asterix, se convirtió en uno de los regalos esperados en los cumpleaños y celebraciones, Tintín era diferente. Al contrario que el galo, se pueden revisar sus aventuras y disfrutarlas sin vergüenza, encontrando otros aspectos que habíamos pasado por alto en esas primeras lecturas infantiles. Sería faltar a la verdad olvidar la controversia que le rodea. No hace tanto, el parlamento francés aprobaba una resolución en la que venía a exonerar a Hergé de toda sospecha, algo bastante sorprendente tratándose de un autor de comics. Unan a ello las frecuentes declaraciones de muchos de sus colegas, acusándolo de reaccionario, clerical y casi fascista. Como Hergé está considerado uno de los padres del comic europeo, numerosos autores, de posiciones éticas y estéticas muy diferentes, no se reconocen en él y practican el asesinato del padre cada vez que pueden. Ya he comentado en anteriores artículos las principales acusaciones que se le dirigen y no quiero insistir mucho en ello. Permítanme más bien que me centre en lo que me interesa de su trabajo. Hay dos tebeos ineludibles, dos obras maestras absolutas a las que podemos volver una y otra vez, sin cansarnos. Uno es El Príncipe Valiente y el otro Tintín. Tanto en Foster como en Hergé encontramos una peculiar articulación entre imagen y texto. El primero se quedó con un modelo muy realista en el que, para que el lector pudiese apreciar su increíble dibujo, casi se vio obligado a separarlo del texto. Hergé optó por el camino contrario. Primero, un grafismo muy simplificado, eso que algunos denominan línea clara y que como es sabido imitó de las tiras americanas. Después, refinando en las diferentes versiones de su obra la relación entre imágenes y textos y la composición de las viñetas. Su trabajo ha sido muy documentado así que resulta sencillo comparar su visión inicial con sus formas más evolucionadas. Más allá de lo que nos cuenta, Monsieur Remi siempre se preocupó por las estructuras narrativas, no sólo por los contenidos sino muy especialmente por su desarrollo. Tintin abarca el catálogo completo de trucos de guionista: inicios anodinos que dan pie a singulares aventuras, juegos temporales que facilitan la identificación del lector, despliegue de secundarios de arrolladora personalidad, perfecto equilibrio entre las secuencias dramáticas y humorísticas, estrategias que aligeran la narración impidiendo que el lector se aburra o se distraiga, composición interna y relación entre viñetas perfecta, etc. Hergé es un maestro en su arte y en lo formal no defrauda nunca. Es aconsejable volver a sus páginas para aprender los mejores mecanismos narrativos. Pongo un ejemplo rápido: en Vuelo 714 para Sydney tiene una plancha de presentación de Carreidas, un millonario especialmente desagradable. En la primera versión a lápiz vemos cómo los gruesos bloques de texto inundan las viñetas, convirtiéndolas en el típico bosque de bustos parlantes. Cuando llega la tinta, ya ha introducido un cambio sustancial. Construye un pequeño gag con Haddock, que desarrolla mientras los personajes hablan en off. El capitán olfatea con desagrado el vaso de agua mineral que le han ofrecido y riega con ella una maceta. Mientras, Tornasol hace su número del boxeo y van pasando las viñetas. Casi al final de la página, como quien no quiere la cosa, una hoja muerta cae sobre Haddock. El líquido ha sido letal para la planta, que se descompone a ojos vista. Todo esto apenas tiene importancia en el conjunto del relato, pero es crucial para el lector, que se siente en manos de un narrador que va a hacer todo lo posible por aportar interés a los momentos más triviales de la historia. Lo que no es del todo cierto en los primeros álbumes. Tanto Tintín en el país de los soviets, como en el Congo o en América carecen de estructuras consistentes. Y añadiría algún otro, como La oreja rota, aunque ya es mucho mejor. En ellos cuenta más la acumulación de pequeños episodios que la construcción de una gran aventura. Deslices aparte, eso deja de ocurrir a partir de Los cigarros del faraón. Por supuesto, esos primeros trabajos no carecen de interés. Ya se han señalado los apuntes críticos de Tintín en América, con esa defensa de los pieles rojas que tanto fascinaron a Hergé y que en su vejez pudo finalmente conocer. O la denuncia del terror rojo en ese primer álbum del que el autor siempre se avergonzó. Pero en general son obras demasiado ingenuas, que nos atraen por su carácter naif pero que también, debido a ello, no nos tomamos en serio. Otra cosa es todo lo que viene después.
El cambio principal se produce en El loto azul. Hergé
conoce a Tchang, un joven estudiante chino que le permitirá
contar con una documentación adecuada, iniciando así una
metodología clave en todos sus trabajos posteriores. (Puedes leer este artículo completo en El Wendigo nº 109)
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