Hipnotopía
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Los sueños de Max Este año viene cargado de exposiciones
sobre autores de comics. Abrimos boca durante las pasadas jornadas Comic
Nostrum en Palma, donde pudimos contemplar algunos originales de
los invitados. A este aperitivo han seguido en las últimas semanas
la inauguración de Max y la de Ho Che
Anderson. El próximo 10 de julio se abre en Ses Voltes,
también en Palma, la muestra sobre Johnny Roqueta, el
personaje de Rafa Vaquer. Y en septiembre en el Solleric
dedicamos una al maestro del underground, el americano afincado en París
Gilbert Shelton. Shelton lo justificaba acudiendo a los clásicos del medio, McCay sobre todo, con sus Dreams of a rarebit fiend o su Little Nemo, dos series basadas exclusivamente en las correrías de sus protagonistas por los mundos de Morfeo. Pero también recordaba las quejas de uno de sus colaboradores, Paul Mavrides: “¡Oh, no! Va a ser un sueño otra vez, ¿verdad?”. Esta es la sensación de muchos lectores cuando una trama aparentemente consistente se transforma en sueño. Uno se siente un poco estafado. Maticemos esto. Cuando el sueño se aplica a un relato breve, digamos una plancha o dos, no deja de ser un gag, una pequeña sorpresa al final que suele reforzar el humor. Cuando se desvela desde el principio el carácter ilusorio del relato, como en Little Nemo, el lector participa del espectáculo y asume las reglas del todo vale con naturalidad. Años más tarde, Gaiman emplearía con brillantez los mundos del sueño en su épica saga Sandman. Pero lo hacía aplicando normas muy terrenales. Por eso funcionaba, porque sabíamos que incluso en el sueño, ciertos eventos eran posibles y otros no. El sueño aparece en Tintín como un marcador, un aviso señaladamente irreal, una profecía de algo que está por venir. Pero Hergé se preocupa muy mucho de mantenerlos en un plano separado de lo real. Porque los sueños en las narraciones tienden a comportarse como sumideros, auténticos agujeros negros que devoran la credibilidad de las historias. ¿Por qué voy a preocuparme por los personajes si sé que no son “reales”? Nada puede sucederles. O mejor: todo, pero da igual. Por ponernos lacanianos, yo diría que el error de muchos autores en los últimos años ha sido difuminar la frontera entre lo real y lo imaginario, suponiendo que así nos llevaban a regiones más profundas de nuestro yo, desvelando alguna terrible verdad. Algo que Clowes, por ejemplo, intenta a menudo. Creo, en cambio, que más convendría explorar esa tercera región que tenemos tan abandonada. Me refiero al mundo simbólico, al territorio que asegura la sutura de lo imaginario. Porque, como nos recuerda Requena, al fin y al cabo el reino de las imágenes no es más que el del deseo. Y los deseos no nos individualizan, muy al contrario nos unifican en una masa informe, es mimético. Algo que resulta evidente cuando repasamos las diferentes incursiones en el mundo onírico. Siempre acaban apareciendo los mismos miedos, la misma violencia sin sentido. Como lector, me aburre. Otra cuestión es que constituya una buena excusa gráfica, como ya le ocurría a McCay o, en menor medida, a Max. Revisando su exposición y algunas de sus declaraciones para la prensa, compruebo su interés por los sueños. Toda su obra de la última década gira en torno a ello, desde el Gigante blanco a Bardín, pasando por el Prolongado sueño. Curiosamente, esa ha sido su trayectoria “consciente”, esos han sido los relatos que él ha querido contar. Mientras tanto, su dibujo seguía su propio camino, cada vez más próximo al Disney original, cada vez más sólido en su construcción, más sensual en la incorporación de texturas, más rotundo en la composición. Hasta llegar a ese prodigio de dibujo y color y también de humor negro que es su conjunto de ilustraciones para Un perro... Cada vez que vuelvo a ellas las imagina como los fotogramas perdidos de una versión animada del mundo medieval, versión Séptimo sello, tal es su poder evocador. Pero, claro, es sólo un sueño. Florentino Flórez
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