La mansión de los Pampín
Miguelanxo Prado
Norma editorial. Barcelona, 2005.
Viñetas
La temida sustitución de Planeta por Panini en el terreno de los
comics Marvel apenas parece haber tenido consecuencias. Los primeros números
del cambio han conservado muchas de las características de la edición
anterior y para los despistados como yo apenas se aprecian diferencias.
Además ya nos han regalado alguna sorpresa agradable, como el Punisher-Lobezno
dibujado por el impecable Weeks. Mientras, confiamos
en que Planeta sepa encontrar nuevos rumbos y este desembarco editorial
se traduzca en una mayor variedad y competitividad en un mercado que llevaba
varios años medio apalominado. Estamos a la espera.
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Todo va mal
La última entrega del dibujante gallego Miguelanxo Prado
nos muestra, en clave de farsa, qué le ocurre a una familia de
pobres urbanitas cuando intenta sacar algún provecho de una casita
recién heredada en el campo. Todo empieza mal, ya que en el reparto
eligen el lote equivocado, y sigue peor, cuando descubren que la propiedad
es una auténtica ruina. Intentan deshacerse de ella y se topan
con el constructor local, un buitre que intenta estafarlos. Luego al protagonista
casi se le cae el pelo por intentar arreglar la chavola por su cuenta.
Las cosas empeoran cuando descubre unas ruinas celtas, finalmente sin
valor alguno. Para rematar venden su terreno al alcalde, que recalifica
la parcela obteniendo pingües beneficios.
Según comprobamos en los créditos la edición original
estaba patrocinada por el Colegio Oficial de Arquitectos de Galicia, así
que no resulta extraña esa preocupación general sobre el
deterioro de nuestras zonas rurales, que preside la obra.
Pero, más allá de la denuncia de hechos cotidianos distorsionados
hasta la caricatura, planea sobre todo el trabajo un aire catastrofista
digno de algunas reflexiones. Siempre he pensado que nuestra relación
con el campo, tierra de origen de nuestros padres o abuelos, es casi tan
esquizofrénica como la que mantenemos con el Amazonas y lugares
similares, a los que nos empeñamos en mantener vírgenes,
ajenos a los delirios del progreso que, según parece, han destrozado
nuestra civilización. Así, reivindicamos un conjunto de
virtudes perfectamente románticas, de lo pintoresco a lo natural,
pasando por lo ecológico y lo rural. Si para ello los sufridos
habitantes de esas zonas deben seguir viviendo en chozas inmundas o en
condiciones insalubres, qué se le va a hacer. Aquellos que no participan
de esta filosofía reaccionaria son presentados como ignorantes,
horteras y codiciosos, tipos con muy mal gusto, incapaces de comprender
la belleza que les rodea. Autovías no, por supuesto.
Entiendo que el asunto es demasiado complejo como para reducirlo a una
caricatura y que, al hacer esto, no ayudamos en absoluto a su resolución.
Pero ese no parece el problema de Prado. En su mundo
todos los personajes han sido ya juzgados y el veredicto es de culpabilidad.
El marido es culpable por pusilánime, también su mujer por
codiciosa, el constructor y el alcalde por corruptos, los funcionarios
por burócratas, los hijos por tarados, los policías por
fascistas... No se salva ni el tato. Y, al condenarlos desde su alta estatura
moral, consigue que todo lo que nos cuenta no nos interese en absoluto.
Al fin y al cabo, no se leen las historias para recibir lecciones de política
sino más bien lo contrario, pistas para entender al otro. Hemos
perdido el paraíso, sí, pero no ese soñado por unos
pocos a costa de la mayoría. No hablo de mundos perfectos e inalcanzables
sino de espacios mucho más cercanos. El Calabuich de Berlanga,
el Barrio de Giménez, la Avenida
Dropsie de Eisner, el pueblecito irlandés
de Wayne y Ford, o el de Jimmy
Stewart imaginado por Capra. Cuando ya no somos
capaces de concebir el bien ¿qué nos queda? Miseria, sólo
eso. Pues que les aproveche.
Florentino Flórez
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