Little Nemo. 1905-2005. Un siglo de sueños Ediciones Sins Entido. Madrid 2005. © 2003 El Wendigo. Todos los derechos reservados El © de las viñetas pertenece a sus respectivos autores y/o editoriales.
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El Pequeño Nemo cumple cien años | ||||
El 15 de octubre de 1905, aparecía en el suplemento dominical del New York Herald una extraña y fascinante plancha a todo color: un pequeño niño, a lomos de un caballo volador, cruzaba las estrellas para acabar despertando bruscamente a los pies de su cama. Nacía así Little Nemo in Slumberland, la obra maestra de Winsor McCay. Una serie que, sin temor a resultar exagerado, constituye una de las cumbres del arte del siglo XX. Su primer centenario se ha conmemorado con un libro que le rinde homenaje y con otro que incluye una selección de algunas de sus planchas, convenientemente restauradas para la ocasión. | |||||
Temáticamente, Little Nemo fascina e irrita a partes iguales. El recurso al despertar del niño al final de cada episodio produce la desagradable sensación de que la acción nunca llegará a una conclusión. De hecho, el desarrollo psicológico de los héroes es casi inexistente. Sus protagonistas tienen más de arquetipos que de verdaderos personajes. Se han dado muchas explicaciones al respecto, desde que eso facilita la identificación del lector, hasta elaboradas teorías sobre el desdoblamiento de la personalidad del autor entre los caracteres principales. Lo cierto es que dramáticamente resulta fallida y su fascinación debe buscarse en otros lugares, más visuales que literarios. Nemo presenta en esencia un mundo de hombres, de compañeros, una pandilla que se divierte y desfasa sabiendo que sus actos apenas tienen consecuencias ya que se desvanecen en ese despertar eterno. Esos delirios pueden ser maravillosos y es entonces cuando McCay despliega arquitecturas que muchos han relacionado con la estética del parque de atracciones y la exposición universal, más decorativo que funcional y proclive siempre al exceso barroco y a la desmesura en las proporciones. Pero la familiaridad con la fauna animal y los fenómenos, que McCay adquirió en sus primeros trabajos, también está muy presente en Nemo.Añadamos a esto último un dato familiar. Uno de sus hermanos sufrió una crisis paranoica, que llevó a sus parientes a encerrarlo en una institución, donde pasó el resto de su vida. Sin duda la locura no era una broma para Winsor y quizás eso explica la terrorífica veracidad con la que dibuja los lados más oscuros de su reino de sueños. Con todo cabe recordar la inocencia que gobierna todo el relato. Algo característico de todas sus criaturas de papel, que las aleja del modelo de gamberro que pronto sería el protagonista de los suplementos dominicales. Hay otro aspecto destacable, como es
su voluntad de construir un gran entretenimiento, sin mayores intenciones
críticas o reformadoras. Siempre se citan tres ciclos que parecen
escapar a esa descripción. Por un lado el país de los monos,
que inspiró más tarde El planeta de los simios y emite antiguos
ecos de fábula social; el recorrido por Shanty Town, el barrio
pobre de Slumberland que Nemo transforma a golpe de varita mágica;
y el viaje a Marte, posiblemente la visión más sórdida
del mundo de los sueños, que se ha relacionado con algunas de las
reivindicaciones laborales del autor. Personalmente, tiendo a entender
estos tres paseos como variantes de un tema único. Una gran sinfonía
compuesta por un humorista, un hombre que, desde un escenario o un periódico,
con la animación, la ilustración o el comic, sólo
intenta entretener. A veces divirtiendo, otras asustando, siempre sorprendiendo.Es
por eso que creo que las claves para comprenderlo son en esencia visuales.
Muchas ya fueron analizadas por Faustino Rodríguez Arbesú
en un magnífico artículo (El Wendigo nº 73) donde comparaba
sus hallazgos con la aparición de efectos similares en cine, especialmente
de la mano de Griffith. Y McCay gana por goleada, anticipando
planos y todo tipo de recursos narrativos. Florentino Flórez
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