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Sobre la realidad y otras fantasías
Hace meses comentaba en esta sección cómo una iniciativa mallorquina había puesto en marcha el Premio Nacional de Historieta. Juan Miquel Morey coordinó una mesa de trabajo en la que se discutieron las características del galardón y Max intervino decisivamente en todo el proceso. Quiero recordar que fue uno de los que pusieron el énfasis en que debían premiarse obras recientes, autores en activo, no plantearlo como el resumen a toda una carrera. Por comparación con otros medios y por el propio peso de los argumentos, fue la posición que prevaleció y ahora el azar ha querido que ese primer Premio haya recaído en él. O mejor, en su recopilatorio sobre Bardín, que ya obtuvo en el pasado Salón de Barcelona los Premios a la mejor obra, mejor dibujo y mejor guión. En ese momento comenté que, a pesar de mi pública discrepancia con esos galardones, pienso que Max se lo merece todo y me alegro por cada premio que recibe. Lo primero que toca ahora es celebrar ese primer premio nacional. Este vecino de Sineu es un auténtico obrero de los tebeos, un creyente que ha dedicado toda su vida al medio. Cada una de sus viñetas sugiere mundos y su estilo es un manantial de sabiduría gráfica y placer. Bardín es una obra de madurez, donde resume sus hallazgos e influencias. Llama la atención su declarado y descarado homenaje a Bruguera, especialmente notable en los personajes, los fondos urbanos, la desnudez gráfica y muchos de los elementos tipográficos. Pero no se queda ahí. Desde que apareciera en NSLM a finales de los noventa, Bardín ha sido la herramienta empleada por Max para dar forma a algunas de sus obsesiones. Mezclando elementos de alta y baja cultura, los episodios bromean sobre la religión, la enfermedad y el sentido de la vida y sobre la realidad y nuestras percepciones. La base es el surrealismo, entendido en su sentido literal, esto es, como aquello que es más que real, lo que está sobre la realidad. El superpoder de Bardín es precisamente ese, acceder a niveles de conciencia negados al común de los mortales. Lo hace con formatos diversos, de historietas de una plancha con mucho diálogo a relatos largos cargados de mudas pesadillas. A través de esa variedad sólo un aspecto se mantiene constante: el exquisito grafismo. Una línea depurada, geometrías estrictas con el dinamismo del primer Disney, o de los Fleischer, una paleta de color característica y directa y, en fin, un absoluto dominio de todos los recursos gráficos. Max es un maestro del dibujo y cualquiera de sus trabajos lo demuestra. Pero... Me sentiría como un hipócrita si diera la impresión de que este álbum me emociona. Porque no es así en absoluto. Lógicamente, tiene que ver con lo que cada uno espera de los tebeos. Max hace ya mucho tiempo que transita una senda de investigación y desarrollo del medio e insiste en emplearlo para reflexionar sobre las cosas que le preocupan. Esa voluntad filosófica le puede llevar a resultados afortunados, como sus ilustraciones para los libros de Larrauri. Pero no me parece que pase lo mismo con Bardín. Ese intento de mezclar la frescura humorística de Bruguera con aventuras conceptuales donde se cita a Buñuel y se medita sobre los dioses, no me alcanza. Me aburre, me mantiene distante. Como en el caso del idolatrado Ware, puedo reconocer el talento gráfico, pero jamás aplaudiría los contenidos, que me resultan fríos e inhumanos. Seguro que me equivoco pero no hay problema. Como
probablemente diría Bardín, el tiempo a todos pone en su
sitio.
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