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Un
Corto demasiado largo
Hay algunos fenómenos en el mundo de
la historieta que no acabo de entender. Habitualmente respeto aquellos
tebeos considerados populares. Otros dan la espalda a lo que las masas
apoyan, en busca perpetua del santo grial alternativo, pero yo creo que
en general los comics más famosos son los que tienen más
calidad. Toda regla tiene sus excepciones. Como Ibáñez,
de quién no entiendo cómo se las apaña para mantener
sus ventas. O, por supuesto, Hugo Pratt.
Claro que los lectores de Pratt no son como los de Ibáñez
sino tipos concienciados que en los ochenta soñaron con que los
comics podían ser otra cosa.
Yo odio a Corto desde que apareció
en Totem, en aquel episodio en que acompañaba a un mugriento grupo
de guerrilleros sudamericanos y terminaba coronando como nuevo jefe a
un imberbe, tras la muerte del líder. Luego completaron sus aventuras,
empezando por La balada del Mar Salado, que ha sido recientemente
reeditada en formato gigante. Como siguen llegando a las librerías
tomos y recopilaciones de diferentes historietas de Pratt, imagino que
mantiene sus fans.
Aunque no me entusiasman, puedo dar una explicación a porqué
interesan estos relatos. Repaso La casa dorada de Samarkanda
y descubro en ella aspectos que no había apreciado en una primera
lectura. Sobre todo la distancia. La mirada de Pratt es perfectamente
posmoderna, aunque trabaje con materiales clásicos y sus citas
al mundo de Melville, London, Stevenson, Kipling y compañía
sean constantes. Se preocupa tanto por hablarnos de la descolonización
y la emergencia de los pueblos indígenas, por la variedad que bullía
bajo las botas de los diferentes imperios, por la diversidad cultural
y religiosa, por los sueños, las esperanzas y pesadillas, que se
olvida de la realidad. Corto recorre el mundo, de África a Siberia
pasando por Afganistán y Venecia, pero siempre parece estar en
el mismo sitio.
Considero que es esa distancia, esa ironía que preside todos los
diálogos hasta apoderarse de la acción, la que entusiasma
a sus seguidores. Demasiado listos para dejarse llevar por los aventureros
de la vieja escuela, prefieren las correrías frías del maltés,
en las que importan más las conversaciones que los disparos.
Básicamente, no soporto a Corto Maltés porque es un listillo.
No para de hablar y todo lo que dice es presuntamente ingenioso y divertido,
aunque más bien resulta petulante. Sensación que se extiende
hasta el autor. Está bien situar históricamente la acción,
pero no tanto pavonearse de lo mucho que se sabe, apabullando al lector
con unos datos que tampoco están tan claros. El año pasado,
tras zamparme la espléndida biografía de Mao de Chang
y Halliday, releí Corto Maltés en Siberia.
Da vergüenza la mirada angelical que reserva para los revolucionarios
chinos. No es tanto que se ajuste a la historia, sino que más bien
ofrece una versión que complace a algunos.
Además, aunque han querido vendérnoslo como un prodigio
de narrativa, visualmente Corto Maltés hace muchas aguas. En la
mayoría de los casos Pratt ni lo intenta, resuelve las conversaciones
y las acciones de forma desmañada. Y cuando prueba a ponerse épico
le salen escenas tan ridículas como la de la muerte de Enver Bey
a lomos de su caballo Sultán.
Por cierto ¿se han fijado en las mujeres que rodean a Corto? Están
las niñas que acaban de abandonar la guardería y luego las
que parecen tíos, como los dos monstruos que le acompañan
camino de Samarkanda. En general Pratt no ofrece una
mirada positiva sobre el género femenino. Habrá quien diga
que esto de la aventura es cosa de amigotes, que esos sí que no
le faltan al maltés, pero esa excusa nunca le sirvió a Hergé.
Aunque llamar aventuras al conjunto de sucesos inconexos que pueblan sus
álbumes sea forzar un poco el lenguaje. Quizás esté
más próxima su jubilación, ahora que ha cumplido
sus primeros cuarenta años.
Florentino Flórez
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